Recuerdo cuando no cultivaba plantas: cada flor extrañamente bella me parecía un “milagro”, arte de magia, un hecho sobrenatural, un truco del universo, una obra de arte en manos de un cuidador experto y sabio. Ahora que paso mis días observando cómo crece un simple capullo, obsesionado, regando, fertilizando y pensando en qué podría hacer para darle más vigor o “alegría” a ese árbol, parte de la gracia parece haberse perdido en pos de la eficiencia y la intervención humana. Pero la gracia está siempre ahí, es cuestión nuestra valorarla.

 

¿El camino al conocimiento siempre mata los mitos y las ensoñaciones? No estoy tan seguro, pero debo recorrerlo si algún día quiero saborear una semilla de chachafruto o disfrutar de una ensalada de jaboticaba con pitangas, cerellas, uvaias y otras frutas nativas o exóticas.

Me aferro a ese sentimiento de cuando era niño, al ver la flor de un cactus en la casa de mi abuela Tata, esa que aparecía una sola vez al año: nuestro asombro y nuestra alegría flotaban en un perfume casi místico orquestado por la experta jardinera. Año a año yo perdía mi inocencia, pero ese asombro por la flor más bella nunca se perdía y había que volver a verla para creer que eso que habíamos sentido no había sido un sueño, sentir que el truco se podía hacer una y otra vez, que era una receta de la felicidad, sencilla felicidad que no pedía más que una flor para alegrar un día.

En un punto, me gustaría ser alguien que no sabe nada de nada de ninguna planta (tampoco estoy tan lejos), llegar a un jardín botánico ideal repleto de exóticos follajes, frutas nunca vistas, hipnóticas flores y simplemente maravillarme, sin racionalizar nada ni pensar que puedo colaborar en algo en su mundo.

A veces me doy cuenta de que el mundo vegetal, que nos precede, bien podría vivir sin nosotros en absoluto, de hecho ha ocurrido: no eran así las plantas, no tendrían toda la gracia que tienen ahora y no necesitaban seducirnos con flores y frutos. Algunas de ellas ahora son como artistas pagos que trabajan para nosotros.

Siento que el reino vegetal está en un continuo diálogo silencioso con el universo, susurros que nos evitan, en medio de una selva las plantas se deben estar contando secretos, flores sonrientes buscan la luz maravilladas, plenas, espléndidas. Hay algo de “victoria” en toda selva, algo que como animales toscos y ansiosos se nos escapa, ¿será la sabiduría que no poseemos?

Y nunca nadie piensa… que le debemos la vida entera, el aire que respiramos, todo lo que comemos.

 

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